Puerta

 No son las mismas manos. Nunca son los mismos ojos. No creo ni siquiera que mi voz suene igual. 

El 4 de diciembre de 2017 entró a mi casa, después de que le abrí la puerta, cuando yo llevaba un año de tener un hijo sano, después de seis de tener un retoño siempre a punto de marchitarse. Entró a mi casa cuando yo todavía lidiaba con mi propia enfermedad. Entró a mi casa cuando yo todavía estaba tratando de descifrar cómo poder transformar la vida para acompañar a mi madre en su enfermedad. 

Él entró, decidió sobre mi cuerpo, sobre mi paz, sobre mis sueños, me hizo odiar mi cama, el techo de mi cuarto, de esta casa que es mía, que no tengo pensado abandonar, de esta casa que yo construí con mis manos y mi corazón enfermos pero determinados a vivir.

No tuve tiempo de llorar, de hacer duelo. No tuve tiempo de lamer las heridas, no tuve tiempo de sentir otra cosa que no fuera asco. Diciembre de 2017 fue el mes en el que me bañé más de tres veces al día, porque no conseguía borrar el rastro de su saliva en mi piel. Diciembre de 2017 fue el año en que acepté más trabajo del que podía manejar para pasar menos tiempo en mi cama, fue el mes en el que escuché música más fuerte para tapar sus jadeos, sus insultos. No tuve tiempo de sanar, solo de tomar una bocanada de aire cargada de medicamentos que me permitían seguir existiendo.

En septiembre de 2019 la vida me lo puso de frente, en un recinto de "justicia", para que pudiera escupirme a la cara que él iba a seguir entrando a otras casas, desgarrando otros sueños, rompiendo otras paces. 

Desde septiembre de 2019 estoy en terapia varias veces por semana, tengo pesadillas casi todos los días, en enero de 2020 dejé de controlar mis manos, mi llanto, mis palabras. En febrero comencé a tomar medicamentos para poder sobrevivir. La hipótesis médica fue que no tuve depresión postparto, que cargué con tres enfermedades en una misma temporalidad y al mismo tiempo un divorcio infame, que mi nivel de estradiol no se estabiliza. Pero lo cierto es que yo sigo soñando con esa puerta... lo cierto es que lo que más me puede derrumbar son las voces masculinas, que mis manos tiemblan más cuando se acerca uno de ellos, así sea para entregarme el correo.

No son las mismas manos. Nunca son los mismos ojos. No creo ni siquiera que mi voz suene igual. Y el encierro me ha obligado a estar más tiempo entre esa puerta y ese techo... hay días en que no me reconozco, hay días en que no atino a hacer nada más que mirar la puerta y sentir que tengo que abrirla para salir yo y no regresar jamás.

Pienso en él, haciendo bromas misóginas con sus amigos, diciendo cosas nefastas de las mujeres a su alrededor, y los demás escuchando, riendo, asintiendo, quizá alguno se incomode pero no dirá nada porque la maldad no se ve mala, por no querer ser el aguafiestas, porque es cuate, en lo superficial parece un buen tipo y hasta es simpático. Pienso en todas la veces que yo supliqué que NO ese mediodía, toda la fuerza que puse en rechazarlo. Pienso en él con su vida intacta, porque para la justicia, yo, al haber abierto esa puerta, le estaba entregando mi cuerpo, mi paz, mi sueño y hasta el control de mis manos que, años después, de tanto temblar no logran asirse a ningún lugar seguro.


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