No son las mismas manos. Nunca son los mismos ojos. No creo ni siquiera que mi voz suene igual. El 4 de diciembre de 2017 entró a mi casa, después de que le abrí la puerta, cuando yo llevaba un año de tener un hijo sano, después de seis de tener un retoño siempre a punto de marchitarse. Entró a mi casa cuando yo todavía lidiaba con mi propia enfermedad. Entró a mi casa cuando yo todavía estaba tratando de descifrar cómo poder transformar la vida para acompañar a mi madre en su enfermedad. Él entró, decidió sobre mi cuerpo, sobre mi paz, sobre mis sueños, me hizo odiar mi cama, el techo de mi cuarto, de esta casa que es mía, que no tengo pensado abandonar, de esta casa que yo construí con mis manos y mi corazón enfermos pero determinados a vivir. No tuve tiempo de llorar, de hacer duelo. No tuve tiempo de lamer las heridas, no tuve tiempo de sentir otra cosa que no fuera asco. Diciembre de 2017 fue el mes en el que me bañé más de tres veces al día, porque no conseguía borrar el rastr