Cuando era una introvertida y brillante niñita prefería jugar con mis Barbies antes que voltear a ver la tele en verde los fines de semana; mucho menos menos me imaginaba salir al pastito a mancharme mis rodillitas de verde y a dejarme dedos de sudor y mugre en la cara tras unos minutos de perseguir un balón. Eso no era lo mío, tampoco lo de mi hermana. Mi papá, uno de esos señores de antaño que reconocía y a la fecha no olvida el valor histórico del Necaxa, parecía sintonizar los partidos en el televisor únicamente para arrullarse en esos fines de semana idénticos uno al otro, en donde dormir es más un impertivo que un placer, tras las mortíferas cinco jornadas de trabajo que ponen la comida sobre una mesa de clase media en este país. Mi progenitor jamás conseguía ver un partido completo, quizá por el cansancio, quizá por el juego nunca tan brillante del Necaxa, institución que a pesar de gozar de gloria y fama en la década de mi infancia, siempre arrastró la pesada sombra de las crít