¿Que cómo le entregué mi vida al futbol?

Cuando era una introvertida y brillante niñita prefería jugar con mis Barbies antes que voltear a ver la tele en verde los fines de semana; mucho menos menos me imaginaba salir al pastito a mancharme mis rodillitas de verde y a dejarme dedos de sudor y mugre en la cara tras unos minutos de perseguir un balón. Eso no era lo mío, tampoco lo de mi hermana.
Mi papá, uno de esos señores de antaño que reconocía y a la fecha no olvida el valor histórico del Necaxa, parecía sintonizar los partidos en el televisor únicamente para arrullarse en esos fines de semana idénticos uno al otro, en donde dormir es más un impertivo que un placer, tras las mortíferas cinco jornadas de trabajo que ponen la comida sobre una mesa de clase media en este país. Mi progenitor jamás conseguía ver un partido completo, quizá por el cansancio, quizá por el juego nunca tan brillante del Necaxa, institución que a pesar de gozar de gloria y fama en la década de mi infancia, siempre arrastró la pesada sombra de las críticas a su falta de contundencia en los momentos cruciales.
A pesar de ello, el jefe de la casa en algún momento tuvo la osadía de proferir el reclamo:

¿por qué el destino y la genética no me han dado un varón que me acompañe al
futbol?


El honor de género fue mancillado, y mi hermana y yo, cual pequeñas feministillas, infatuadas por la necia necesidad de demostrar que no hay diferencia de género en temas como éste, decidimos dedicar, si no todo nuestro esfuerzo físico al futbol, al menos sí toda nuestra atención y entendimiento; y de la obsesión al amor (así como en el sentido inverso) hay sólo un suspiro de distancia: nos enamoramos de una vez y para siempre del futbol deporte, del futbol fenómeno, pero sobre todo del futbol pertenencia; mi padre no podría reprocharnos ni mostrar repudio nunca más y el marcar el corazón con los colores de un club cambió para siempre la mirada que al mundo dirigimos y la forma en que nos plantamos en éste.
Por eso cuando alguien exige que se le explique el hecho de no poder pensar en nada más que en la final en esta semana, al grado de que el futbol se manifieste en las letras de los ensayos académicos, lágrimas de semifinal, y miradas ausentes que no hacen más que recordar jugadas o plantear posibles alineaciones, yo le digo que no hay forma de explicarlo, no hay forma de poner en sustantivo y adjetivo la sensación de cantar un himno en la semioscuridad; no hay verbo que abarque el temblor de las rodillas tras el gol que abre la puerta a la final, ni adverbio que pueda remotamente caracterizar el sentido de pertenencia que hace diminuta la sístole e inconmensurable la diástole en el momento mítico de la goya.

Y no, no importa lo que pase el domingo, la pertenencia es inamovible... y este es el único contexto en el que puedo dar un "para siempre"

Comentarios

  1. Es increíble.
    Por la misma razón.
    La mismísima.
    Por ese mismo motivo cruel o cursi decidido hace 15 años fui al estadio el jueves con mi ídolo infantil y en este momento estoy dejando la compu a un lado para disfrutar de una de mis pasionas heredadas y acogidas por ansiedad de atención y complicidad entre hija y padre.
    GOYA, PUMAS, ¡UNIVERSIDAD!

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  2. Anónimo7:51 p.m.

    Malditas gatas!!!!!!!!!!

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  3. Anónimo7:52 p.m.

    Cumpliré como el honorable caballero que soy.... necesito saber donde escribir para ponernos de acuerdo...

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