Un estuche de monerías

Hace como 20 años en conocido pueblo productor de textiles cuyo nombre nunca he podido escribir, mis padres escogían unos lindos pants para sus retoños, uno en color rojo rubí para la más pequeña y otro en color verde mercado −que para la época era lo más de onda− para la niña a quien mi mamá, por alguna extraña razón y por única ocasión llamó “la güera”. Extrañada, pregunté quien era la blonda persona a quien se refería
-¿Pues quién va a ser?... pues tú
-Yo no soy güera
-Ya sé
Llevo 10 años con el pelo teñido de un tono que me gusta llamar “negro mujer interesante”, para que a nadie le quede ni la remota posibilidad de volverme a llamar “güera” fuera del contexto del tianguis.
La psicóloga de la escuela me explicaba que muchas de las obsesiones que desarrollamos a lo largo de nuestra vida, tienen que ver con las cosas que nos dijeron de chiquitos y con procesos que al crecer no terminamos de cerrar bien, de modo que nos quedamos con las ideas que nos decían, por ejemplo, los papás, sobre lo que uno es.
En mi caso, mis papás me decían que yo era la bonita (no sé si a mi hermana también se lo hayan dicho, y si no, ojalá no se pare por acá), un tiempo les dio por decir que era medio genio, la independiente, luego que era la dramática; nomás con las dos primeras ¿te imaginas que se te quede pegado en la cabeza que eres LA bonita y LA inteligente, ¡Dios de mi vida, es demasiado estrés! Y luego súmale que eres la independiente y puedes arreglar solita todos los problemas que te ofrezca la vida; y ya cuando estás sola, sin querer aceptar ayuda de nadie, porque eres independiente, y esforzándote al máximo por ser la más brillante en lo que hagas, al mismo tiempo que llevas la dieta y los tratamientos para, efectivamente, ser linda, te acuerdas que además, eres la dramas. No te quiero contar cómo se pone la cosa.
A lo mejor hubiera estado padre mejor creerme lo de güera, con todas las connotaciones culturales que eso implica.

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