B:
Como si tú lo hubieras invocado, hoy comenzó a llover; como pidiendo una escena más intensa, más perfecta, más libresca.
En mi nueva casa tengo un balcón que da a un jardín, tengo también un cielo abismalmente gris e inmenso que es todo mío cuando por las tardes me siento a jugar con ellas en el sillón y que hoy, es tuyo y mío mientras te escribo esto.
Pongo a Regina Spektor, a quien sólo puedo escuchar cuando me encuentro sola. Regina tiene efectos muy ambivalentes en mí, me puede causar un dolor tremendo, o me puede poner sumamente eufórica, supongo que sólo es así cuando escribo.
Escribo cuando ya no puedo respirar, cuando un acontecimiento ocurre de manera intempestiva y me atormenta, me atormenta con un dolor tremendo o con una felicidad que no aguanto dentro de mí y que tengo que exorcizar para que no me aniquile.
Me siento frente a la computadora y me quedo pasmada dos minutos, puedo mirar el teclado, como esperando que las letras salten y se acomoden por sí mismas, o a veces sólo mirar por la ventana –cuando la hay–, o hacia el punto más alejado de la habitación –cuando estoy en la oficina –, o hacia el monte –cuando estoy en Morelos.
Siempre tengo que estar en una silla, no en un sillón, no en la cama, no en el suelo; siempre en una silla; con una pierna doblada y la otra puesta en el piso (para no perderme), al menos así comienzo. Obviamente, si mi texto es largo, me acomodo varias veces, cambio de posición, me paro y doy algunas vueltas, juego con Jarcha, nos tiramos en el piso y le pregunto si le parece sonoro lo que le voy a leer.
Escribo un párrafo de corrido, si ya empecé no puedo detenerme a pensar, ni a darle otra mirada al teclado o al horizonte, lo único que puede detenerme es que no me guste la canción que el reproductor escogió, así que abro esa ventana y la cambio y si las cosas salen tan bien como ahora que cayó justo en mi canción favorita, apresuro el párrafo para poder detener a cantar alguna frase que me cause mucho placer al pronunciar.
En mi nueva casa tengo un balcón que da a un jardín, tengo también un cielo abismalmente gris e inmenso que es todo mío cuando por las tardes me siento a jugar con ellas en el sillón y que hoy, es tuyo y mío mientras te escribo esto.
Pongo a Regina Spektor, a quien sólo puedo escuchar cuando me encuentro sola. Regina tiene efectos muy ambivalentes en mí, me puede causar un dolor tremendo, o me puede poner sumamente eufórica, supongo que sólo es así cuando escribo.
Escribo cuando ya no puedo respirar, cuando un acontecimiento ocurre de manera intempestiva y me atormenta, me atormenta con un dolor tremendo o con una felicidad que no aguanto dentro de mí y que tengo que exorcizar para que no me aniquile.
Me siento frente a la computadora y me quedo pasmada dos minutos, puedo mirar el teclado, como esperando que las letras salten y se acomoden por sí mismas, o a veces sólo mirar por la ventana –cuando la hay–, o hacia el punto más alejado de la habitación –cuando estoy en la oficina –, o hacia el monte –cuando estoy en Morelos.
Siempre tengo que estar en una silla, no en un sillón, no en la cama, no en el suelo; siempre en una silla; con una pierna doblada y la otra puesta en el piso (para no perderme), al menos así comienzo. Obviamente, si mi texto es largo, me acomodo varias veces, cambio de posición, me paro y doy algunas vueltas, juego con Jarcha, nos tiramos en el piso y le pregunto si le parece sonoro lo que le voy a leer.
Escribo un párrafo de corrido, si ya empecé no puedo detenerme a pensar, ni a darle otra mirada al teclado o al horizonte, lo único que puede detenerme es que no me guste la canción que el reproductor escogió, así que abro esa ventana y la cambio y si las cosas salen tan bien como ahora que cayó justo en mi canción favorita, apresuro el párrafo para poder detener a cantar alguna frase que me cause mucho placer al pronunciar.
Things I have loved I’m allowed to keep
I never know if I go to sleep
Regreso el volumen a un nivel que me permita seguir pensando y continúo. Lo olvidaba, hay otra cosa que puede detenerme en la redacción, y son las liniecitas rojas bajo las palabras, como la que se pone bajo la palabra “liniecitas”, no soporto la idea de que Word se de cuenta antes que yo de mis errores, así que eso tengo que remediarlo de inmediato, los de redacción y estilo ya vendrán después cuando relea el párrafo.
Cada vez que termino un párrafo, releo en voz alta esperando que más que las ideas me gusten los sonidos, la combinación de fonemas y de silencios, le doy una entonación especial y cambio comas, puntos, palabras, hasta que me suene a lo que estoy sintiendo en ese momento.
En cada pausa que hago recargo mi cuello en la palma de mi mano. En ocasiones cierro los ojos para revisar que ya haya salido todo de mi cabeza y la echo hacia atrás. A estas alturas estiro la espalda y levanto los brazos. Frecuentemente pongo mi dedo índice izquierdo sobre mi labio inferior y a veces toco mi mejilla con el hombro.
Disfruto mucho escuchar el sonido de las teclas, mientras más rápida sea la cadencia, más me maravilla.
Nunca me he sentado a escribir a ver qué sale, siempre son cosas que me han dado vueltas en la cabeza todo el día, o a veces que he dejado marinar (con todo lo que implica la palabra) por mucho tiempo en mi ser. Normalmente es cuando voy manejando cuando me llegan las grandes frases y es así, como sucede, estoy pensando apegos, en mis alumnas, en cualquier cosa que me mueva y busco la frase que defina mi sentir hacia eso en el momento preciso en el que se ha convertido en pensamiento. Cuando ha quedado lo suficientemente “marinado”, cuando ya no me deja respirar, cuando ya no puedo vivir un día más con eso en mí, me siento e invento un texto que le sirva de escenario a la gran frase del trayecto entre mis propios escenarios.
En general es así como sucede eso que te trajo a nuestro encuentro y hoy que hice esto para ti, también puse mi mano izquierda sobre el hombro derecho varias veces, como simulando un abrazo y comencé a mecerme, como lo hace un autista, y es eso lo que debe ser para ti este texto… no un autista, sino el abrazo que te mando.
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